Camarín Ernesto de Spírito (h) en el Teatro Municipal Rafael de Aguiar en San Nicolás de los Arroyos.
“JUAN GUITARRA”
En alguna descolorida calle del barrio, de esas, que apenas tienen nombre, anda Juan Guitarra. Así lo llaman, por el apodo lo conocen.
Hoy, al igual que todas las noches, rumbea para el boliche.
La mesa junto a la ventana, los largos y silenciosos cafés mientras su vista recorre las fantasmales formas del terraplén, la arboleda y más allá, hacia el fondo del paisaje, las estáticas chimeneas iluminando la noche.
Juan teje el pasado, lo mezcla al presente agregándole alguna sonrisa y una ilusión. Tal vez su espera es en vano, quizás no es cierto, y solo la nombre su canción.
Entre café y café, sus sueños cruzan la noche.
Esta mañana que acaba de nacer, es el futuro de ayer por la tarde, cuando salió de su casa en busca de la canción. Al cerrar la puerta pensó, que tal vez la encuentre al doblar cualquier esquina.
Sonrió de sus pensamientos, mientras buscaba al mozo con la vista.
“Cuando llega la noche, Juan Guitarra…” Su mente la tarareó una vez más.
Llamó al mozo, con el dedo indicó el dinero sobre la mesa y se retiró.
De regreso, camina lentamente por De la Nación hacia Savio.
Ayer, mientras entonaba la canción, la sintió acurrucarse definitivamente en el lejano sonido de la tarde, que lentamente, alargaba los rojizos dedos sobre el horizonte.
Caminó, caminó apresuradamente hacia el boliche, dejó atrás la estación y la vieja arboleda. Cruzó la avenida. El viento rozaba su rostro.
Una y otra vez, calle a calle, recorre su amada San Nicolás. Una y otra vez, repite la melodía.
Al llegar a la avenida, acelera el paso hacia la plaza de la radio.
Tararea en voz baja, el recuerdo de los antiguos perfumes de enredaderas.
Está seguro que, en alguna nochera esquina, de esas olvidadas por la memoria, encontrará la canción.
Sonríe.
Anoche, antes de salir, se miró largamente al espejo.
No refleja todo, el espejo no refleja todo, pensó. Eso es bueno… muchas veces, es mejor que así sea...
Tarareando, deja atrás la plaza de la radio. Sabe que le falta tanto como ayer para concluir la canción.
Hoy, lo espera un día más de recuerdos invertidos.
Si, es que van más rápido que nosotros, entonces, doblan antes la esquina y comienzan a ser recuerdos.
“Al caer la tarde, cuando llega la noche, Juan Guitarra…”
Anoche, al mirarse al espejo, observó su vieja y desdibujada camisa con cuadros.
¿Cómo el tiempo puede desdibujar algunas cosas?... y otras, no puede…
Cuando salió, se entremezcló la noche con las calles del barrio, confundiéndose con otras tantas. Está seguro, alguna de esas se le trasnochó, prolongándose en su tiempo.
Al dar la segunda vuelta de llave, dejó atrás su pequeño mundo. Al cruzar la plaza se le antojo que el ramaje era más alto.
Noche especial en la vida de Juan, aceleró los pasos, sin saber que, apenas unos minutos antes, el espejo reflejó una extraña sombra que no era la suya.
Guitarra al hombro, manos en los bolsillos, dejó atrás una y otra cuadra.
Caminó hacia el puerto. Cruzó las vías. Allá, titilaban las luces, susurrando su canción de lejanía.
Se le antojó que no estaba solo, creyó escuchar el grito de los muchachos en aquel histórico gol, en la esquina del potrero. El potrero de la nada, así le dicen, porque después de él, solo hay tierra, lejanía y horizonte.
Fue un sábado como este, las luces reflejaban el claro oscuro de las calles que se deslizaban entre silencios y ausencias anunciadas, claro en aquella época , solo asados, partidos, bailes, goles , alegrías, risas, eso de cielos invertidos y ausencias obligadas no, no era la época.
Recién egresados, la fiesta en el náutico, las chicas de blanco y nosotros trajeados. Sonrió.
Éramos muchachos, solo había algunos tropiezos en las esquinas del corazón.
Estábamos todos, reíamos en la prestada alegría de aquella primera cerveza en el boliche del Teatro. Sí, fue porque le ganamos tres a uno. Era objetivo suficiente para festejar en ese tiempo, con muchos tiempos superpuestos.
Era la época que crecíamos mientras decrecía la tarde.
Tatareando y guitarra al hombro, divisó el lejano suburbio de chimeneas, las luces perdiéndose en hilera, indican el camino al puerto. Y allá, alta sobre el horizonte, la inmensa luna, ilumina la azul noche nicoleña.
-¡Cinco para el comienzo! Gritó el camarinero, perdiéndose en medio del escenario.
Reían, pidieron otra cerveza. En ese momento entró Pirucha. Era imposible que pase desapercibida. Tacones altos, pollera negra, cabellos al viento. Saludó efusivamente.
Juan no la recuerda, no sabe quien es.
Fue en aquel baile, las luces giraban del azul al magenta, si, fue en aquel tiempo, muchachos, demasiado jóvenes. Esa noche, la vida bullía no sé en que ritmo.
Abriendo la puerta del camarín, Eduardo le comentó: - Va a estar buena la nota. Estamos todos.
-¡Dos para el comienzo! Anunció el camarinero.
Cien imágenes cruzaron su mente.
-Tengo o no tengo razón, gritó Eduardo.
Diego, le tapaba la boca a Santiago, que ya furioso, le retrucaba a Eduardo.
-Siempre tengo razón, replicó Eduardo
-Terminen de discutir por el futbol, gritó Jorge.
-¿¡Quieren una igual!? ¿¡Quieren una igual!? Dijo Diego, señalando su remera color naranja rabioso. Todos rieron.
El Municipal totalmente iluminado, marquesina de gala desde la calle a la puerta principal. Inmensos carteles anunciaban el recital.
Engalanadas recepcionistas recibían al público. Estaban todos, la cita era en Maipú y De la Nación, esquina obligada para este sábado por la noche.
Entre abrazos, charlas, alegrías y nervios, tomaron sus asientos.
El murmullo del público, acentuó la espera en la media luz de la sala.
Ordenadamente entraron los músicos, el foso se pobló de smokings, faja y moños rojos.
Abriendo la puerta, el camarinero preguntó: - ¿Necesita algo más señor?
-No, gracias.
Juan se miró al espejo.
Del otro lado, el espejo reflejó un negro y brillante traje, muy ceñido al cuerpo.
Ella, finalizando la llamada, cerró el celular, acomodó su cabello. Acercándose al espejo retocó el maquillaje.
Juan continuaba acomodando su camisa. Al otro lado del espejo, Pirucha, Delia, Gisela y la gorda Matilde, que no cesaba de reír.
Ella, nuevamente se acercó al espejo. Creyó ver una sombra mientras retocaba el rubor.
Sombras y recuerdos.
-¿No creen que es hora de comer? Dijo la gorda Matilde, mientras levantaba el cenicero que habían dejado sobre la mesa del jardín.
-¡Que tarde! ¡Que tarde, para un príncipe azul! Gritaba Pirucha, en su afán de atraparlo, aclarando que le daba igual cualquiera fuese el color. Todas rieron.
-Como llueve, dijo Gisela -¿y ahora que hacemos chicas?
Delia, con sus aires de abadesa medieval dijo: -Algo de música no viene mal.
En ese momento, los espejos, de ambos camarines, reflejaron una sombra que estaba por detrás de todo lo reflejado ¡La canción! Pensaron ambos.
-Solo una estrofa y la finalizo.
-¡Chicas, oigan! me falta solo una estrofa. Llegue hasta aquí, escuchen.
-Me falta algo para terminarla, aquí chabones, es aquí, es este acorde y no puedo seguir; muchas veces lo explicó Juan, mientras entonaba la inconclusa melodía.
-¡Uno para el comienzo! Todos a escena.
Ambos camarines se abrieron simultáneamente.
Sobre el escenario, todo tipo de augurios y señas de éxitos. Juan los percibía en cámara lenta, solo gestos y sonrisas.
Sábado a la noche, el boliche del teatro, todos juntos a la mesa y la gran picada. Ritual repetido todos los sábados de aquella época.
Risas, bromas, cometarios. En medio de ellos, Eduardo y Santiago, con la agitación del partido recién concluido. Aquella noche llovió fuerte, muy fuerte.
-Juan, tocate otra.
-¡dale! ¡Juancho, tocate otra!
-Juan Guitarra, ¡vas a ser Juan Guitarra! Reían, envueltos en el sonido de la extrema juventud.
-Chabón, finalmente terminaste la canción.
Giraba en su mente las voces de los muchachos.
-La terminaste, por fin la terminaste, le dijo Pirucha mientras le acomodaba el escote.
Un segundo después, el último retoque de maquilladores y vestuaristas.
Ambos, perdidos en la no realidad del escenario. Siendo esto, lo más real que les haya sucedido en la vida, se miraron por un segundo y sonrieron.
-Cierren la luz sobre ellos.
-Por favor una línea de luz.
-Aquí azul más saturado.
-¡Diez segundos! -Todos quietos en sus lugares. Ordenó el director.
-Te espero en Augustus.
-Si, esperame allá, me puedo demorar unos minutos, no es grave, el teatro está a pocas cuadras.
- Si, te espero.
Miguel llegó a la hora indicada. Ella, estaba sentada a la mesa, junto a la esquinera ventana.
Varias veces se lo pidió a Miguel; quería ver un ensayo.
Hablaron unos minutos, abonaron y rápidamente salieron por De la Nación hacia el teatro.
Fue en ese ensayo, que se vieron por primera vez.
Juan, supo que finalmente se descorría la penumbra, pudiendo presentir la faltante estrofa de la canción.
-Cinco segundos y largamos, dijo el director.
Ella lo miró.
Unos minutos antes, al entrar al camarín, encontró el gigantesco ramo de rosas. Leyó la tarjeta que lo acompañaba:
“He terminado la canción, solo resta decirte tres palabras, para que nadie dude que la finalicé. Juan “
-Tres, dos, uno. Arriba el telón.
La melodía surgió en medio de un tutti cerrado de orquesta.
Escucharon prolongarse los aplausos, sintieron en el fondo del alma, la risa de todos sus amigos. Cientos de recuerdos, fotos de la mente.
Dicen los que los vieron, que allá, en la tertulia del teatro, un grupo de muchachos y chicas no dejaban de gritar.
Ellos, tomados por las manos, saludaban buscando a los muchachos con la vista.
Juan, supo que el cansancio, caminatas, y las silenciosas noches junto a las insomnes madrugadas, habían finalizado.
Dicen, aquellos que los vieron, que una veintena de locos, gritaban y aplaudían hasta hacer temblar las paredes del teatro.
Todos ellos, tomados por las manos, acompañaron el bis a viva voz.
Cuando cayó el telón, el Rafael de Aguiar, el querido teatro, guardaba el eco de todos los aplausos.
Ella, bajando lentamente del estrado se acercó a Juan, y muy suavemente, casi en un susurro, le preguntó:
-Cuales son, las tres palabras que restan decirme.
Todos sus amigos corrían por el pasillo lateral, entraron al escenario, deseaban abrazarlos.
Demás está decir que, a la cabeza venía Pirucha en un solo alarido.
Los rodearon, abrazos, emociones y silencio total, cuando Juan se acercó a ella. Traía en sus manos todas las melodías de esta historia, sobre todo, aquellas que estaban por venir.
Ella lo seguía sin bajar la mirada.
Juan, abriendo los brazos la trajo contra sí, y tan suave, como se puede gritar un susurro, le dijo:
-¡Cuánto te esperé!
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