"La imaginación está hecha de convenciones de la memoria. Si yo no tuviera memoria no podría imaginar". Jorge Luis Borges

lunes, 5 de septiembre de 2011

El charco y la luna

Una obra de mi autoría

EL CHARCO Y LA LUNA


A esa mágica ciudad,
 San Nicolás de los Arroyos


Caminaba despacio.  Las manos en los bolsillos. Cantaba bajo,  muy bajo.
Era la forma de acompañarse por las solitarias calles apenas iluminadas.

Volvía del trabajo siempre por el mismo sendero. Cruzaba el terraplén y luego, el caminito hecho casi a la fuerza, por el paso de los laburantes,  acortando la salida hacia la calle grande.

El resplandor de la  luna nueva, dejaba presentir el azul de las campanillas, que, ahora cerradas, las acunaba el alambrado.

Cruzó la calle grande sin dejar de cantar. Debía caminar varias cuadras.
Algún que otro ladrido llegaba desde  la lejanía.

Las luces encendidas, permitían espiar la hora de la cena, en este barrio, donde los charcos fabrican lunas en cada esquina.

Desde la mañana, la canción giró en su mente. La susurró durante todo el día; y ese, no era uno más, era el que nos cambia, el que nos hace doblar la esquina de la vida.

Creyó que su mente jugaba otra vez, no, esta vez ¡no!

A lo lejos se escuchaba la canción.

Los recuerdos se treparon como enredaderas apretando el pensamiento. Aceleró los pasos.

El sonido venia del viejo club. Estaba a dos cuadras de la calle grande.

-¡Seguro, hoy milonga hasta las cuatro!

Cruzó a dos señoras, acompañantes de niñas casaderas, vestidas de percal almidonado para el baile. Las muchachas iban tomadas del brazo, murmurando no sé que cosa.

Cantaba bajito  ¡Ya llegaba!
Cruzó más señoras acompañantes de niñas casaderas, y algún que otro muchacho de caminar ligero, oliendo a perfume de frasco grande.

El bar de la esquina casi vacío: -¡Claro, hoy milonga en el club!

De reojo vio dos personas jugando a las cartas.
Algunos purretes en el metegol. Una pareja chamuyaba, allá en el fondo.
Don pepe,  acodado al  mostrador, releía el diario.
Esa noche,  los tacos de billar, lucían como armaduras;  hoy no estaba la muchachada revoltosa, no era día de gritos y risotadas ¡Había milonga en el club!

Saltó el charco de la esquina ¡Siempre había charcos en esa esquina!
Vio su  propia sombra saltando entre dos lunas.

Una cuadra más y llegaba.

Más que el engaño, le pesaba  el vacío, la soledad que le había dejado.

Todo ese tiempo de silencios, miles de silencios, y otros tantos  sin porque.

Era un recuerdo ¡y eso era lo malo!  Que podía hacer contra un recuerdo, estaba, y se repetía  en el reflejo de los charcos en cada esquina.

Hoy, le pesaba mucho más  su autoengaño, tratando de absolverse  de un no pecado.

En la lejanía de la noche, sonaban difusos los parlantes del club.

Cruzó varias parejas acompañadas por señoras de grosor considerable,
y algún señor, con cara de poco amigo, por el novio de la nena.

Abrió el portón. El Colita salió a buscarlo con las fiestas de siempre, esperando las caricias y los juegos.

Dejó el bolso sobre la silla. Buscó en la tele algún partido, sin importar quien jugaba, ni en donde.  La cosa,  era  estar acompañado mientras se preparaba la cena.

El cansancio y el sueño lo vencieron.

Subió a su cuarto ¡Por supuesto! el Colita ya estaba echado junto a su cama.

Entre sueños creyó escuchar la canción.  Dio varias vueltas, tratando de encontrar la posición justa.

“Y saber que al final no olvidaste el percal”  giraba en su mente
“Y en el ayer tirado, se ha quedado acobardado, tu percal y mi pasado…”   

-¡Mañana!  
-¡Mañana voy a la milonga!
-¡Sábado a la noche! ¡Y hasta el final!

Se adormeció en el arrullo lejano de los parlantes del club.
Esbozó una tristona sonrisa, al sentir la caricia recorriendo sus brazos.
No quería abrir los ojos y saber que no era cierto.
Mezclado en la desvanecida música del club, escuchó pronunciar su nombre como en otro tiempo.
¡Pablo! ¡Pablo! sonaba entre aroma de jazmines y enredaderas florecidas por la calle ancha que va al río.
Cuando abrazados, compraban la golosina o las dos galletas, que luego devoraban entre besos y risas, en la plaza grande, frente a la catedral.
Cuando embriagados de sol, abrían grande los ojos para soñar el futuro.

-¡Mañana!  
-¡Mañana a la milonga, y hasta el final!

Dos hileras de luces cruzaban la pista del club, dos hileras de banderines
la cruzaban en sentido contrario;  el viento jugaba  escondidas entre ellos.
Los inquietos árboles, más allá del paredón, intentaban espiar.

Las mesas bordeaban la pista sorteando su camino entre sillas.
Tres tablones y una escalera hacían de escenario.
Los cuatro parlantes apuntaban al centro de la pista.

¡Estaban todos! Muchos de sus amigos dejaban correr a sus hijos entre las mesas,
Otros, con ellos en sus brazos.

¡Los nombró a todos!

Se amontonaron en su mente, las tardes con la bici, al salir del colegio.
Aquella última fiesta de guardapolvo blanco.
El primer baile y aquel inesperado beso con trenzas largas, que supo a eternidad.

Luego, las esperas en la plaza. Las cartitas en el bolsillo,  el chocolate apretado entre las manos.
El ansioso brillo de los ojos,  el rostro en la ventana ¡Y esa lluvia que no cesa y tenemos que salir!

Los partidos en el potrero.   
-¡Dale!! ¡¡Pateá chabón! le gritaba el Rulo y el Oscar, en los improvisados campeonatos de mentira.
Después,  bolso al hombro, comentar el partido  y las consabidas discusiones de Eduardo y Santiago. Comprar algo para picar, y luego, las guitarreadas en casa de Ricardo, allá, bajo los jazmineros embriagando el patio viejo.

La mejor pilcha y la interminable vuelta del perro, en la nostalgia del sábado a la noche, la barra, el encuentro, un billar en el Copacabana y beber algo en aquel bar pituco de la calle Mitre.
El domingo a la tarde cine, y rápido para el Águila.

El verano…la costanera y los asados junto al río.
Las mil recomendaciones de la vieja  antes de salir para el baile.
Aquel primer traje bacán,  cuando Jorge dejó la soltería.
Las broncas de su padre por las llegadas tardes.
El primer laburo, y esos mangos para ayudar a los viejos.
Los miles de sueños callados, que apretaba  entre la boca y el alma, mientras mateaba junto a la enredadera.

Creyó oír la risa de los muchachos, esbozó una mueca perdiéndose en medio de las cotidianas e interminables charlas en la cocina.
Allá, cuando el tiempo transcurría pausadamente, cuando aun soñaban salvar al mundo, hablaban y hablaban, estaban llenos de ganas, sueños e ideales ¡vamos a hacer esto! ¡Hay que hacer aquello! y así trascurrían los días.
Rió, la cosa se armaba así, sin pensarlo, y una y otra vez rompieron los zapatos nuevos jugando al futbol, después mandarlos a cocer y todas las explicaciones del caso, balbuceo algo:

-Donde estarán.
-En que lugar habrán quedado los sueños.
–Si, después, después de pronto la vida. Aquel caluroso día de diciembre, la caminata por la playa, nos reíamos  mientras bebíamos la gaseosa. Abrazos y promesas.
-Luego el silencio, la esquina que dispersa, lentamente nos separamos y ya no pudimos regresar.

Su mente lo llevo al café de la plaza, con sus cómplices mesas de tantas risas y chamuyos

-¡Eh yoyega!
-¡Dale! ¡Otra vuelta para todos!

Reían  inmersos en la magia de la juventud; hasta que la difusa línea del horizonte detenía la noche.

Viernes a la noche, La Mira y el Poeta, prolongando las sombrillas en su mundo de canteros.

Aquel faso inicial y las interminables charlas en el Augustus.
Y después, cuando fuimos dos, buscar la mesa junto al ventanal, la que se pierde entre las cuatro esquinas.

Las bulliciosas picadas en el boliche del teatro, y  su  prolongación de veredas en las noches de verano. Aquí y allá los mozos sin dar abasto, para calmar  tan revoltosa muchachada.

Las pizzas en el Bar Roque, y la familia reunida junto a la grande de musa.

Las milongas en el Angelito,  allá, donde se pierde la ciudad.  Pantalones largos, llave en mano,  y el intento de aquel primer vino negro al son de algún bandoneón, en los juveniles arrebatos de noches cerradas.

Después, las tertulias en el arco iris.
La inolvidable fiesta en el social.
Y aquella tramposa noche, que nos hicimos grandes.

Se miró varias veces.
El espejo reflejaba su impecable camisa blanca y corbata azul.
Dos veces pasó sus manos por el rostro, asegurándose que estaba perfectamente afeitado.

Se colocó el saco mientras bajaba las escaleras.
El Colita lo acompañó hasta la puerta

-¡Mañana jugamos!  Le dijo dándole una caricia en la cabeza.

Cerró el portón.
Con paso acelerado dejó atrás, una y otra calle aprendida de memoria.
Dobló la última esquina antes de llegar al club.

-¡Pablo!
-¡Pablo!

Giró como respondiéndose a si mismo.

La mirada inmensamente azul de la muchacha,  se dejó presentir entre las sombras.

-¿Como estás Pablo?
-¡Cuanto tiempo no!
-¡Te vi!  y te llamé
-¡Que bueno encontrarte!
-¡Volver a verte!

-Caminabas rápido
-¡Estás muy elegante!
-Claro, hoy sábado, futbol a la tarde, y milonga a la noche.
-¿Vas al club no?

-Sabés, volví hace unas semanas
-Estoy por aquí,  viviendo nuevamente con los viejos.
Dijo, esbozando una tímida sonrisa

El chiquito, fuertemente tomado de la falda de la muchacha, lo miraba, sin comprender con quien hablaba su mamá.

¡Y saber que al final, no olvidaste el percal!

¡Murmuraban los parlantes del club!









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