Un boceto de Roque Vega
LA ÚLTIMA VIOLETA
Por don Pedro
de Mendoza hacia Necochea,
la niebla
trasnocha el puente silenciando el paisaje.
El piringundín
transita una noche más.
Un fueye gime
tangos presagiando la mañana. En frenética danza todos intentan retener la
magia del lugar bebiendo el último resto
de soledad.
Olga, simula
una sonrisa, entrega el ramo de violetas. La mujer lo toma sin dejar de abrazar
al circunstancial amigo. Este, sin levantar la vista deja varias monedas sobre
la mesa.
Olga agradece,
retirándose hacia el fondo del salón.
-¡Violetas!
¡Violetas señor!
¡Violetas para
una bella dama!
Andrés, entre
besos y caricias solo vio la mano de la mujer tomando el dinero.
Ahora, la observa alejarse entre humo y risas.
-¡Otra copa!
Dice su amiga sin dejar de besarlo.
Andrés mira hacia el fondo del salón, sabe que es
ella. Bebe el champán fantaseando la caricia del recuerdo.
Es madrugada.
Paso lento,
manos en los bolsillos. El frio lo obliga
a levantar el cuello del sobretodo. Hoy al igual que ayer, busca su
esquina ¡Necesita apoyar el cansancio!
Acelera el
paso.
-¿La viste? ¡Es un miñón! ¡La rubia, esa, la que vive en la casona!
¡Si, flaco! ¡Te lo dije ayer! ¡Un miñón!
Andrés, restrega las rodillas y el pantalón cubierto de
tierra. Debajo el brazo trae la pelota.
Dos pasos más atrás y olvidando el gol o tal vez ese
que no fue penal, Cacho y el Tano murmuran sobre el rayo de sol que enmarca el
rostro de la piba.
-¡Cache en dié, Rulo!¡Siempre igual! ¡Me lo decís ahora lo del partido! ¿A qué
hora mañana? ¡Tengo que decirle a la vieja, que voy a llegar más tarde!
¡Se arma! ¡Si no estoy en casa cuando llega el viejo!
¡El sábado el baile en lo de Oscar! ¡Él lo armó! ¡La
hermana le hizo puente, invitó a la rubia! ¡Olga se llama!
Andrés asiente sin hacer gesto alguno.
La esquina se
desdibuja en la tenue luz del farol. Apoya el recuerdo sobre el paredón, hundiéndose en el cielo de su
adolescencia.
Recuerda el
día que la vio por primera vez, estaba parada junto a la puerta del caserón.
Fue cuando regresaba del partido. Solo se miraron. El último rayo encendió la
tarde sobre sus tranzas.
Diagonales de
la vida le juegan espejismos. La llovizna ensordina la memoria del tiempo. La sombra de la mujer le sonríe igual que
aquella tarde.
Olga se acerca acariciando su corto y encanecido
cabello, dice:
-¡Andrés!¡Fue aquí! ¿Recordás?
Ahora junto a este puerta viven mi sombra y tu ausencia!¡Resguardo entre las
manos mi corazón apenas estrenado! Sonríe al descubrir la última violeta perdida
en la diminuta canasta.
Sus envejecidas
manos la toman, llevándola a la solapa del sobretodo de Andrés y dice: - ¡No temas, ambos estamos a un costado
del tiempo! ¡Eso fue hace muchos atardeceres!
¡Te vi! ¡Tu amiga reía! ¡Reía y bebía! ¡Ella también,
al igual que yo, te ofrece lo que jamás tuvo!
¡No! ¡No! ¡Te estoy mintiendo! ¡Es culpa del cansancio!
¡Porque al juntar nuestros labios roce el amor! ¡Los besos que te di, fueron
una ofrenda! ¡Los otros besos, solo los presté en la soledad del amanecer!
¡Estas manos que acariciaron tu rostro, ahora tocan
frías monedas en un gastado bolsillo de sacón!
Recuerdo la absurda despedida, nuestra inmadurez, tu
cobardía en aceptar el niño y mis ganas de luchar.
¡Acercate, Andrés! ¡No temas!
¡Es que, nuestro olvido fue previo al comienzo! Luego
la lluvia se llevó todo!
¡Con que celo guardaste el secreto! ¡Con infinita
vergüenza negaste nuestro amor!¡Es más, jamás volví a saber de vos!
¡Cuánto añoso viento sobre nuestras vidas! ¡Muchas
veces el destino nos obliga a mirar hacia atrás. Entonces entramos en ese tiempo sin después
-¡Violetas!
¿Violetas señor?
¡Un delicado
ramito para su hermosa dama!
Andrés no la
mira. Esconde el rostro sobre el pecho de la circunstancial amiga y ríe.
El eco de la
ausencia gime entre el trasnochado fueye y las monedas recién levantadas de la mesa.
Olga gira, los
ve beber, abrazarse.
Amanece.
Rumbo a
Barracas el monótono chirrear del tranvía 20.
Cuenta las
monedas ganadas.
Recuerda la
voz de Andrés jurando amor, junto a la canchita de Olavarría.
¡Luego el
adiós, la huida, matar el sueño! ¡Después, sus noches sin trenzas, noches de
copas, abrazos, señores y más señores a quienes mentirle lo que le faltó!
Desciende del
tranvía.
La bruma de la
madrugada reaviva la imagen de
aquella esquina. Cuando abrazados le
decía:
-¡Sos mía!
¡Mía por siempre! ¡Olga, la de las trenzas doradas de sol!
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